El mundo es generalmente injusto y este, seguramente, sea el mundo más injusto de todos.
Las batallas que curten a los más experimentados centuriones normalmente se dan en tiempos invernales. Por eso Roma nunca llegó más allá de las nieves caucásicas. El sol amarilleaba pero no doraba, iluminaba pero no calentaba. Primeras fisuras para nuestras corazas pobres y apenas deslumbrantes. Las batallas, en sus fases críticas, se ganan con la mente que, al fin y al cabo, es quien ordena o sucumbe.
Las batallas que curten a los más experimentados centuriones normalmente se dan en tiempos invernales. Por eso Roma nunca llegó más allá de las nieves caucásicas. El sol amarilleaba pero no doraba, iluminaba pero no calentaba. Primeras fisuras para nuestras corazas pobres y apenas deslumbrantes. Las batallas, en sus fases críticas, se ganan con la mente que, al fin y al cabo, es quien ordena o sucumbe.
Las domus estaban decoradas alegremente: motivos vegetales, animales. Ciudades. Estaban decoradas de mundo. Algo que, precisamente, aquí se escapa y se diluye. Cada patricio disponía de lujosos y cómodos lechos, donde recibían a todos sus visitantes. A sus lados, los escoltas, los guardianes. Vigías de los días interminables y aliento de vida en cada gesto. Hoy hemos tenido suerte con el reclutamiento. Estaban todos predispuestos y lanzados a la aventura. Más fisuras.
Los sirvientes caminaban, enfrascados, a sus cosas. A sus labores de cuidados, de servicio, de ayuda. Son amigos, leales y fieles amigos, que han decidido entregar su vida a los demás. Visten unos elegantes trajes azules blanquecidos y siempre sonríen. Saben que son artífices de todas las victorias. O de casi todas. La coraza ya se ha quebrado.
Todos los nobles ya han firmado y estamos felices. Algunos caminan, otros siguen en sus lechos mirando las plantas, los pájaros, la tierra. La tierra fértil y vital. Muchos días sus ojos se cansan de los azules falsos y buscan consuelo en los azules limpios, los del cielo, los del universo. Los de nuestras capas. Azules vivos, ondulantes, puros. Azules que nos protegen hoy falsamente.
Terminamos la ronda en la planta de abajo. La del nombre innombrable, la de los niños soldados, la de los más guerreros, son a su pesar, los más resistentes.
Nos recibe la pequeña Alba con un sonoro, no no no no no que tomamos evidentemente como un, “no se preocupe señorita”, que damos la vuelta por el otro pasillo. Es la primera y dura toma de contacto con la más despiadada realidad.
Nos llaman y en la más delicada de las estancias, Francisco quiere vernos. Sobrecoge el escenario. Nos cuenta que le encantan las películas de romanos y cuando le digo que lo necesitamos para nuestra causa nos dice que va a venir a luchar con nosotros el próximo año. Este año y quizás los anteriores, no sé cuantos, su interminable lucha contra los engendros electrónicos a los que inseparablemente va unido no lo va a permitir. Y verá el lugar donde hincaron sus huellas, más allá de dragones, los leones, los osos y los toros. Hay otro lecho, de momento, vacío. Parece que hay mucha luz, mucha claridad. Ingenuidad la nuestra. Allí hay vida, hay un corazón que late, diminuto, compitiendo contra su propio pecho y su propia vida. Sería injusta la derrota. Ahí, como una perla cabalgando en las espumas de las sábanas, respiraba un pequeño noble.
Por entre los pasillos resuena de nuevo y de forma aún más insistente el eco nuestra queridísima Alba con su no no no no señal de que algún penacho ha tomado el camino equivocado.
Otra de las sirvientes de angelical rostro nos pide también que veamos a José Manuel. Su serenidad, lucidez y mirada firme conmueve. Es imposible que ese cuerpo de niño desprenda tanta madurez. Torpemente le pregunto la edad. Ya no es un niño, hace tiempo que dejó de ser un niño. Cobardemente nos miramos y dando media vuelta nos vamos.
Nos vamos, no sin antes librar el encuentro final. Buscamos el apoyo en nuestros compañeros, a quienes les pesa en los ojos la losa de ser, inevitablemente, seres humanos. Allí brilla Elena, una emperatriz de sonrisa nacarada, fuerte, implacable. Es tan grande su sonrisa que no nos deja ver su cabello. Con sus ojos, finalmente, destrozó nuestras corazas y quedamos al desnudo. Era imposible tanta pureza. Tanta verdad. No podemos sino rendirle honores, rendirle reverencia. Allí se quedó, como una Venus nacida de los mares y de las olas. Sola.
Hugo, al fin, va a darse un paseo con su familia. Un paseo que por fortuna nunca volverá a traerle aquí, y eso es lo que esperamos y confiamos. ¿Verdad mundo injusto?
Antes de ser despedidos por los jefes máximos, el último revuelo de nobles buscando también alguna domus donde pasar, por remotas e injustas casualidades, algunas horas y nunca deseados algunos días. Esta zona del hospital aunque incómoda es mucho más alegre. Una espada romana mágica es casi capaz de curar resfriados o por lo menos de sacar una sonrisa. Entregado hasta el último de los pergaminos y tras reclutar a un puñado de emperatrices y un no menos puñado de centurioncitos de honor, una palabra aún resuena cuando recogemos las espadas, las corazas y limpiamos el casco. Gracias.
Gracias a vosotros. Hoy hemos perdido la más dulce y cruel de las batallas. Hoy Roma ha vuelto a ser como siempre, conquistada para siempre.
Y gracias también a la Obra Social de la Caixa por su patrocinio para la realización de esta visita, gracias al coordinador del Centro D. Miguel Torres Miranda y al Sr. Bocanegra, Jefe de Turno por su excepcional acogida. Gracias a los ángeles custodios que son esos excepcionales trabajadores que nos han dado una lección de valentía y gracias a Salvadora y a los Centuriones que hoy han pintado de disfrazada alegría tan estremecedor paisaje.
(Texto y fotos: Manu Lamprea Ramírez).
Comentarios
Publicar un comentario