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Impresión. Antonio García Barbeito y San Isidoro del Campo.

El término impresión fue el germen de una corriente artística que ocuparía toda Europa a principios del siglo XX, y marcaría un antes y un después en la concepción, sobre todo pictórica, de la historia del arte. Impresión es instantánea, fugacidad, primera vista. Palabras efímeras para un espacio eterno. O pinceladas efímeras para un lienzo eterno. No, Monet no estuvo en el Monasterio de San Isidoro del Campo, pero Antonio García Barbeito (Aznalcázar, 1950) tituló así un poema, Impresión, a raíz de una visita a nuestro monumento. El texto, fechado precisamente el día de su santo de 1978 (España y Andalucía en plena efervescencia política y social), se vertebra a través del silencio que el enclave inspira al poeta.
Con apenas 28 años, Antonio García Barbeito se adhiere por completo a la atmósfera del Monasterio y relata la percepción que aflora en todos nosotros cuando paseamos por el Claustro de los Muertos o contemplamos el retablo del maestro alcalaíno. Todo es silencio en San Isidoro. “El más leve ruido hiere”, bien el del viento entre las galerías, el de la lluvia sobre los musgos abandonados.  Sin embargo nos proporciona el poeta un ánimo de esperanza para nuestra lucha. Es “un silencio vivo”, hay vida en nuestro Monasterio, aunque sea la del silencio. Hay pájaros, hay flores, hay árboles… ¡Claro que hay vida!
Pero quizás, el detalle más relevante que encontramos en el poema se camufla en los versos noveno y décimo. “Cuando la oración puebla cada rincón monástico”. 1978 es el último año en el que los Jerónimos habitan nuestro Monasterio. Por tanto, estamos quizás ante uno de los últimas estampas literarias de San Isidoro en el que se recogen las oraciones de los monjes, que meses más tarde abandonarían el enclave y todo quedaría sumido en la exclaustración… Y un silencio muerto.
No podía faltar la referencia al estilo artístico predominante del Monasterio: el mudéjar, que para Antonio, “habla con voz ronca en los patios”. Y lleva razón; cada ladrillo rojizo, cada estrella, cada artesonado, cada arco… El mudéjar, en fin, es el camino de la ascensión, de la elegancia rebelada, de un silencio entrecortado. Y, por supuesto, está Martínez Montañés, vivo, como el silencio, resucitado en el retablo. La Epifanía, el Nacimiento… Esa es la vida que también respira el Monasterio, la de la madera inalcanzable en los ojos del Niño y de San Jerónimo, que mira eternamente el perfil izquierdo del dorado.
Nueva referencia a las oraciones, “a los salmos” arrullados… El salmo como cobijo y amparo de un tiempo inamovible, imperecedero. Silencio, más silencio. Todo es silencio. Tras haber estado todo el poema siguiendo los pasos, la ruta de Barbeito por el Monasterio, nos desplazamos, inconscientemente, a un segundo plano.
Solo están Dios y el hombre. Un Dios que languidece, un hombre que niega. Pero que, al fin y al cabo, necesitan conversar. Una conversación en el silencio. Un silencio vivo después de cuarenta años, y que resiste y lucha por seguir viviendo. Aunque sea en silencio.
(Manu Lamprea Ramírez)

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