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La Venus de Itálica por Joaquín Romero Murube



Sus raíces se nutrían con la sábana tibia y agónica del Guadalquivir. El curso de las aguas se disponía al abrazo de las marismas y Joaquín leía y escribía con el calor de agosto. Amó como nadie, es decir, desde la distancia y el respeto, a Sevilla. Guardián de la etnia limpia y callada, labró la imagen bellísima del Alcázar de hoy. Su platonismo con los jardines se tradujo en textos de incalculable verdad y hondura, y su tacto certero con las circunstancias sociales de la ciudad lo encumbraron como denunciante máximo de una ciudad que perdía poco a poco sus cielos.

Joaquín se asombraba con los actos más cotidianos y efímeros de la vida. Cualquier espectáculo meramente natural despertaba en el palaciego la más profundísima fascinación: desde la luz vidriosa y plata de la fuente de Mercurio, hasta el más jazmín blanco y breve de la primavera. Era un soñador comprometido con la vida y, siempre, con la justicia. 

Aquel día invernal acudió a Santiponce, pues se había notificado la aparición de una hermosa escultura que, al fin y al cabo, terminó siendo lo de menos. El contraste entre la robustez y la delicadeza, Roma y la villa, noche y escándalo, silencio y labrantío. Romero Murube registró, para los anales, un fenómeno antropológico que rayaba la mitología. 

No hay huella vital que una Roma a Santiponce, pero sí nos queda el hombre descubriendo al hombre, a su ancestro, a su antepasado, deseando quizás encontrarse después de dos mil años con la sangre de su sangre. (Manu Lamprea)
 
La Venus de Itálica  representa a la diosa Afrodita Anadyomene desnuda emergiendo del mar en el momento de su nacimiento. Aparece acompañada por un delfín y porta en su mano izquierda una hoja de colocasia. El manto que lleva sólo le cubre la parte inferior del torso por detrás, el cual debió tenerlo recogido por delante a la altura del pubis con su mano derecha, que falta. Son perceptibles en los pliegues del tejido, restos de policromía rojiza. (Museo Arqueológico de Sevilla - Réplica en la entrada del Conjunto Arqueológico)


Fue en Santiponce y el corralillo humilde, medio cuadra, medio establo de unos campesinos. Invierno de 1940. Había aparecido, según comunicaba el alcalde del lugar, “una muñeca de mármol” muy grande y en cueros. Era una Venus romana de la más pura ascendencia helena, de medidas mayores que al natural, y que en los tiempos felices de Itálica, debió decorar, conjuntamente con otras estatuas, el suntuoso pórtico del teatro, hoy perdido bajo las humildes edificaciones lugareñas. Fuimos al sitio del hallazgo pertrechados de los elementos auxiliares y mecánicos para el total descubrimiento y traslado de la estatua. Félix Hernández, arquitecto del Patrimonio Artístico –ciencia, fervor, rigor-, dirigió la difícil maniobra. Entre el barro y la basura del corralillo y la cuadra, a poco más de un metro de profundidad, iba apareciendo lentamente, con primoroso cuidado en cada golpe de pala o azada para que nunca se rozase el mármol, la Venus maravillosa, de belleza aún más irradiante y perturbadora por el inmundo lugar en el que se aparecía tras veinte siglos de enterramiento.

En los principios del trabajo hubo jolgorio y rebullicio entre las gentes del lugar congregadas en la corraleta por la novedad y el acontecimiento; pero cuando ya apareció la total desnudez de la figura, la gente guardó un silencio misterioso, indefinible. No era escándalo, puesto que nada lúbrico ni torpe perturbaba aquella maravilla de formas nobilísimas; era el prodigio del arte, la suprema emoción de la belleza conseguida.
A hombros de veinte campesinotes, suspendida de fuertes travesaños y envuelta en mantas y bayetas para que los cordeles y sogas no dañaran el pulido contorno de la piedra, ya muy entrado el atardecer, se verificó el traslado de la pesada escultura desde el pueblo al collado de Itálica. ¡Qué extraña procesión aquella, entre las luces violetas, rosas, malvas del fino lubricán de invierno! Era, sencillamente, el entierro de una diosa pagana. Llegamos a Itálica casi de noche. Para confortar a aquellos hombres ateridos por el frío y extenuados por el duro esfuerzo, trajeron vino de alguna venta cercana.
La Venus quedó en el suelo, cara a las estrellas, hasta que se verificase en jornadas venideras el montaje adecuado en el interior del museo. Unos hachones alumbraban confusamente el lugar de la escena donde el vino se repartía, y las sombras de los bebedores, desfigurados por los sacos caídos en triángulos desde la cabeza a los hombros, bailaban una danza fantástica sobre los montículos y repechos de aquellos contornos.
Terminó todo. Reinó un silencio de astros y lejanías camperas. Y la Venus quedó allí, en su maravillosa y espléndida desnudez bajo la caricia de los luceros en la noche fría. ¡Su desnudez y la noche! Fuimos los últimos en alejarnos; una angustia espiritual, dolorosa y dulce a un tiempo, nos sobrecogía el ánimo. ¿Qué era? No sabemos; algo indefinible. Hubiéramos querido en aquel instante haber compuesto algunos claros versos latinos, alguna estrofa de mirtos y de piedra como las de Leconte de Lisle.
Joaquín Romero Murube. (Los arqueólogos. Discurso de la Mentira. 1943).

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