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Visita al hospital infantil Virgen Macarena de Sevilla



Con horario taurino y puntualidad castrense, varios miembros de la Centuria Romana de Santiponce arribaron al Centro Hospitalario Virgen Macarena de Sevilla y su ala infantil, con la misión de hacer pasar un rato entretenido a los niños allí ingresados y hacerles entrega de algunos regalos, todo bajo el patrocinio de la Obra Social de La Caixa.

Con rostros serios, porque aún pesaba mucho en el ánimo la misma visita realizada el año pasado a Oncología del Virgen del Rocío, nuestros Centuriones fueron recibidos de forma no solo cordial sino entusiasta por Andrés, coordinador de urgencia del Centro y que alivió  rápidamente nuestra congoja al informarnos que la UCI infantil estaba vacía y que en líneas generales, no había en planta, casos demasiado preocupantes.

Con paso firme pues, nos dirigimos a la sexta planta para visitar las cuatro zonas en las que se ubican las habitaciones infantiles, no sin antes recibir por parte de los allí presentes, agasajos varios, salves y alguna que otra referencia, ya bastante habitual, a la Centuria local, cosa que nosotros nos tomamos con muy buen humor porque siempre hubo gran armonía entre Itálica e Hispalis, o por lo menos eso dicen…

Una vez dejados los regalos en el aula del centro y que mañana se encargarán de repartir sus responsables, los centuriones fueron visitando a todos los niños para hacerles entrega de los  pergaminos personalizados uno a uno con sus nombres, de lo cual se encargó con mucho esmero nuestro Secretario,  utilizando para ello un tipo de letra mezcla entre Informal Roman, Times New Roman e Italic Bold Roman que dio como resultado una “A Mano Roman”.
Hace calor y no huele a hospital. El pasillo nos recibe con imágenes del Principito de Saint-Exupèr y alguna de sus citas serigrafiadas en las puertas. Mis ojos de miope no ven más allá de la primera que no por conocida no deja de recordarnos que siempre seremos niños: “Todos los mayores han sido niños pero pocos lo recuerdan”. Un carrito con pijamitas de niño perfectamente plegados y alineados termina de completar el paisaje.
Martín, cuya estatura no es mayor que la espada que llevo y que saco para fotografiarse, sale a nuestro encuentro. Dentro, en la habitación, Sergio no se muestra tan conforme con nuestra presencia porque es cierto que un poco susto sí que damos (sin casco algunos damos todavía más).

El personal sanitario, revolucionado al igual que pacientes y familiares, empieza a arremolinarse y a hacerse fotos. A veces un poco es mucho para cambiar rutinas.
Gonzalo, de algo más edad y gran conversador, me contesta a la pregunta recurrente de qué equipo es, que él es bético.
-          “Gonzalo Bético”. Con ese nombre de General Romano, te necesito a mi lado para ver si entre los dos podemos imponer más disciplina en algunos centuriones algo más “díscolos”.

Mi gesto se torna grave cuando su madre me dice lo que le pasa a Gonzalo, tanto que me obligo a recordar que soy yo quien viene a dar ánimos. Ella, que se ha percatado de mi preocupación, me dirige una sonrisa tranquilizadora porque sabe que todo va a salir bien. 
  
Irene tiene meses y la tiene cogida su padre en brazos y su madre al lado. Los saludo cortésmente y me dirijo hacia afuera de una manera precipitada porque pienso que es demasiado pequeña. Su madre me pide por favor que me espere y se inicia una entrañable conversación en la que salen a relucir los nombres del Monasterio, lo abandonado que está todo y la eterna lucha por salvar nuestro Patrimonio. Al final terminamos agradeciéndonos mutuamente la visita, ella por animarle la tarde y yo por hacerle escuchar mis quejas.

Por el pasillo, Laura me cuenta enfurruñada que le duele la garganta. Un puñado de caramelos le muda el semblante. Su madre me dice que hace un rato tenía 39 de fiebre, a lo que le contesto que no se preocupe que mañana estará dando toda la guerra del mundo.

Esmeralda me cuenta que echa de menos a sus hermanos y que quiere ir ya al colegio, mañana le harán las últimas pruebas y posiblemente se vaya a casa. Entusiasmada, recibe los cuadernillos que le hemos entregado para colorear y aunque hace gala a una prudencia impropia son sus ojos delatores los que me preguntan por los lápices. Habrá que tomar nota para años venideros.

Jorge Alejandro es el mayor de todos. Es muy locuaz y me cuenta en segundos que no quiere ir al cole, que juega al fútbol, que lo que le pasa es poca cosa y que le ruboriza un poco contármelo, y que el año pasado también lo tuvieron que operar de apendicitis y que, y que, y que… Qué cierto es que hay niños que muestran más madurez que algunos adultos.

Una vez visitadas todas las habitaciones y tras recoger y guardar en nuestro pequeño talego todas las muestras de cariño recibido, nos despedimos de Andrés y del Jefe Médico de Guardia haciéndoles entrega de un cuadro recordatorio.

Ya fuera, en las escaleras de salida, una señora nos pregunta que era lo que estábamos haciendo allí y que si ya nos íbamos.
-Nos vamos ya. Hemos venido a poco más que dar unos regalos y unas sonrisas.
- Pues “que Dios os bendiga, hijos”, 

Y así me alejo del hospital buscando el autobús bajo las miradas de todos los que allí afuera, no dejan de saludarnos.
Y dirigiendo por última vez una mirada al hospital, me lamento por no haberle contestado a esa buena mujer que con su bendición tengo más que suficiente y aún más con la bendición de Gonzalito y sus dos ojos como soles que hipnotizados no dejaban de mirar el penacho rojo de mi casco.











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