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INVITACIÓN A ITÁLICA

Juan de Mata Carriazo (1899-1989), historiador y arqueólogo, fue director de excavaciones de Itálica en un par de ocasiones y aunque más adelante le dedicaremos un apartado especial a él y a su anhelo por trasladar al pueblo de Santiponce, en este delicioso artículo publicado el 25/10/1961 en ABC, nos invita de forma entusiasta y apasionada, a visitar Itálica.
Merece totalmente su lectura, la he ordenografíado tal y como aparece en la imagen escaneada por la hemeroteca de ABC (obsérvese la escritura de "Hadriano" o varios datos históricos revisados). Refleja fielmente el contexto histórico en el que se escribe y seguro que algunas personas mayores del pueblo, recordarán los datos concretos citados.
Avanzando más de medio siglo en el tiempo, podríamos extraer algunas frases que estarían hoy día, totalmente vigentes.  Yo ya me he aprendido de memoria el último párrafo.
Ahora, cuando el tenaz verano, que este año empezó en mayo, se decide a retirarse en las tardes tibias del sosegado otoño sevillano, es la mejor ocasión para realizar una visita a Itálica. La elegía melancólica de las ruinas rima muy bien con la otoñada. Itálica tiene unas jornadas gloriosas de color cada primavera, cuando florecen rabiosas las adelfas y las amapolas manchan de sangre los campos de botones de oro. Pero la primavera es muy fugaz y está colmada de otras solicitaciones. Mejor ahora en el otoño, antes de que empiece el frío y sea preciso cubrir los mosaicos, para protegerlos de la helada.
Quisiera saber cuántos sevillanos, incluso cultos y sensibles, no han estado nunca en Itálica; aunque se lo hayan propuesto muchas veces. Quisiera saber cuántos han hecho una visita apresurada, sin preparación sin atención suficiente, y ya no han vuelto más, como quien deja cumplida una obligación penosa. Como frecuentador de Itálica, por devoción y por obligación, desde hace más de un tercio de siglo (en mis últimos cuadernos diarios se anotan las circunstancias de doscientas visitas, justas, aunque en estos últimos tiempo haya frecuentado más el Carambolo), he tenido ocasión de acompañar a unos cuantos millares de visitantes, de todas las procedencias y de todas las categorías intelectuales, y he podido estudiar sus reacciones. Ellas me han ensañado tanto como el estudio directo de las ruinas. Entre las visitas más famosas recordamos allí la de unos extranjeros que al llegar a la primera calle se pusieron de rodillas y besaron el suelo: eran rumanos y hacían su homenaje a Trajano, verdadero creador de Rumanía y de su cultura latina.
Decídanse ustedes amigos míos, a visitar ahora Itálica. Está a un paso de Sevilla. El autobús cuesta menos que un paquete de tabaco, y en la entrada, casi igual que la de un cine de barrio, entretiene el mismo tiempo y es más sana.
Aunque sólo sea por mi larga experiencia, tengo muchas cosas que decir de Itálica; incluso un pequeño repertorio de trucos y de anécdotas. Esa de los visitantes rumanos suele ser de mucho efecto. También tiene el éxito asegurado pararse ante el registro descubierto del colector de la calle mayor, “cardo máximo”, a la altura de la tercera “decumana”, y decir que en la limpieza de tales conducciones (que un día se podrán recorrer, añadiendo emoción a la visita) solemos encontrar monedas, agujas de hueso, fichas “lusorias” o de juegos y hasta joyas, como esta pulserita de oro y granates que una niña dejaría caer por el sumidero de su casa y ahora hemos hallado intacta en la cloaca. O bien ante el “termopolio” del “cardo minor”, un bar que despachaba bebidas calientes y frías, enseñar las falcas del enlosado, en otros lugares con aristas vivas, pulimentadas por los frecuentadores de Baco, y sacar del bolsillo uno de los dados de jugadores de ventaja que por allí han aparecido; el que carece de “unos”, de “doses” y de “treses”, y tiene dos “cuatros”, dos “cincos” y “dos seis”; o el que está hueco y tiene una ventanita para ponerle plomo excéntrico. Pero ya me he propuesto renovar el repertorio, y estos días entrego la pulserita y el dado falaz en el Museo Arqueológico, donde ustedes podrán verlos.
Itálica merece visitarse por muchos conceptos, que casi todos ustedes conocen. Por su temprana fundación, realizada por Publio Cornelio Scipio, el primer Africano, al año 206 antes de Cristo, al derrotar definitivamente a los cartagineses de España en la batalla de Ilipa (“Ilipa Magna”, ahora Alcalá del Río). Por haber sido cuna de los dos grandes emperadores de Roma, Trajano, el hombre más rico de la antigüedad por su conquista de la Dacia, con el que el Imperio alcanza su máxima extensión, y Hadriano, uno de los arqueólogos más distinguidos de todos los tiempos. Por su magnífica colección de mosaicos, geométricos y figurativos. Por su insuperable urbanización, con todas las calles porticadas; un lujo único, en todos los tiempos. Y por el anfiteatro, uno de los mayores y mejor conservados de todo el mundo romano. Y por muchas cosas más, que me callo, para no hacerme pesado.
Para tener de todo, y en grande, Itálica tiene también terribles problemas. Uno de los más agobiadores es el de la limpieza de su lozana y maldecida vegetación espontánea, que nos arruina. Ya hemos ensayado, sin fruto, varios germicidas químicos: nuestros cardos y jaramagos se han sonreído (la grama es inatacable, por lo visto) y alguna vez los han tomado como abonos. Otro, igualmente implacable, es la pésima condición del terreno, la famosa “tierra de bujeo”, que con sus grandes dilataciones y contracciones rompe todo lo que se edifica encima. Ella ocasionó, con toda certeza, la temprana despoblación de Itálica; de la que en estos últimos años hemos tenido una macabra corrobación, con el hallazgo de una sepultura de inhumación de la baja época romana, en el peristilo de una casa muy rica. Como la ley romana prohibía terminantemente los enterramientos en el interior de las ciudades, y esa ley se cumplía, esa sepultura indica que ya en la época de los últimos emperadores de Occidente, Itálica estaba despoblada en beneficio de Hispalis. Para la época visigoda lo sabíamos por testimonio de Biclarense.
El máximo problema de Itálica es que sobre una parte de su ámbito haya crecido el pueblo de Santiponce. Cuando la inundación de 1595 lo arrasó en su primitivo emplazamiento, a orillas del río, sus habitantes pidieron al prior de San Isidoro del Campo que les concediera alguna tierra en alto para volver a edificar sus hogares;  y el prior tuvo un gesto de insigne caridad, pero fatal para la Arqueología: les concedió las eras del monasterio, que estaban sobre las ruinas de la ciudad. Ahora sería necesario levantar todo el pueblo, como los franceses hicieron en Delfos y edificarlo en otro lugar. Se está estudiando una operación escalonada, que bien podría empezar por las 26 casitas modernas que pisan sobre el emplazamiento del teatro; que a juzgar por algunas catas exploratorias, está bien conservado. Fuera del pueblo, la ciudad se extendía por unas cincuenta y cuatro hectáreas, de las que el Estado es dueño de menos de cuatro. El resto son olivares, repartidos entre unos cincuenta propietarios, que cada año hacen sus labores sobre los mosaicos y los muros italicenses. Su adquisición, que hace veinticinco años, estuvo concertada en 300.000 pesetas, exigirá muchas más; pero es una cuestión de dignidad nacional.
Y todavía están los problemas de la excavación y de la conservación de lo descubierto. Algunas personas de buena intención, y otras con mala idea, se preguntan la razón de que las excavaciones vayan muy despacio. La razón es, sencillamente, aparte de la modestia de los medios a nuestra disposición, que no debernos ponernos a descubrir aquello que no podamos consolidar inmediatamente, para asegurar su integridad. Y la consolidación es muy cara, y muy delicada.
Puedo decirlo sin empacho, porque el mérito no corresponde a los excavadores. Los trabajos de consolidación del anfiteatro, que lleva el arquitecto de zona del Tesoro Artístico, don Félix Hernández, son una maravilla de pulcritud y de prudencia, además de una necesidad inaplazable. Pacientemente se van restañando las heridas de la erosión, de los terremotos y de las depredaciones de otras épocas, cuando el anfiteatro servía de cantera. Se reponen los paramentos necesarios para la estabilidad de las estructuras superiores. Se completan arcos y bóvedas.
A comienzos de este año se ha realizado una operación espectacular, que mereció haberse filmado. Los muros de las galerías de acceso a la “fossa bestiaria”, en la arena del anfiteatro, estaban peligrosamente inclinados y amenazaban desplomarse. Dimos la voz de alarma, y la Dirección General de Bellas Artes envió un libramiento especial. Continuando lo que hace años realizó el propio arquitecto en el lado de Poniente, esos muros, que habíamos tenido acodados, se han elevado y afianzado en la vertical, mediante una batería de gatos de la Renfe que se iba tensando poco a poco. Soñamos con ver restituidos así a su posición correcta sectores enteros de la “cavea” o gradería, dislocados por el terremoto de Lisboa de 1755; como la exedra de la palestra del gimnasio.
Hay muchas cosas que ver y que meditar en Itálica. Vayan a visitarla, señoras y señores; y vean si, además de con sus entradas y con sus consejos, siempre bien recibidos, pueden ayudarnos de otras maneras. Todos ustedes están invitados.

Juan de M. Carriazo (C. de la Real Academia Española).

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